lunes, 5 de diciembre de 2011

Patricio Valdés Marín



La cultura occidental, como toda otra cultura, se erige sobre los pilares del saber supuestamente revelado, que son los mitos, y del saber adquirido por la experiencia. El propósito de este ensayo es indagar sobre el segundo pilar, que en la cultura occidental ha tenido un imponente desarrollo. No obstante, éste se encuentra peligrosamente escin­dido en las dos ramas del conocimiento objetivo, la filosofía y la ciencia. En la indagación de estas dos ramas del saber,  se procurará encontrar la forma de articularlas de modo de superar las contradicciones.


El problema


Este ensayo no intentará analizar la relación cognoscitiva, un tanto conflictiva, que ha existido entre los dos pilares distintivos de la cultura occidental, la revelación y la razón, las Sagradas Escrituras y la filosofía griega, sino que se ocupará principalmente en indagar acerca del valor dado al segundo y de sus posibilidades. No obstante no se puede omitir aquí dos hechos. Primero, que en ambas tradiciones la naturaleza posee su propia causalidad, distinta de la divinidad; y, segundo, que la fe, que reclama lo misterioso y transcendente de la realidad, es muy distinta de la razón, que pretende la verdad de la realidad

La fe y la razón se oponen porque son visiones distintas de la realidad, pero no se contradicen necesariamente, pues pertene­cen a mundos distintos, a ámbitos diferen­tes. La primera viene por la interacción de lo misterioso con la conciencia profunda; la segunda surge por la interacción de la experiencia con la razón. La primera es íntima, personal, antes de hacerse colectiva; la segunda es una elaboración colectiva del entendi­miento que se hace personal. La revelación, que no es necesariamente el texto de las Sagradas Escrituras, apela en primera instancia a la conciencia profunda, liberada del rigor de la norma, del colorido del rito, del encasillamiento del dogma y de la soberbia del fariseo. La verdad objetiva, en cambio, es lo que aparece críticamente a la razón tras el filtro del análisis, la experiencia y la lógica.

El establecimiento del pilar del conocimiento objetivo tuvo sus orígenes en la filosofía de la Grecia antigua. Ésta fue capaz de generar un rompimiento completo con las tradicionales expli­caciones mágicas y míticas de la realidad del universo y sus cosas. Su propósito fue introducirse críticamente en la estructu­ra conceptual del lenguaje corriente para comprender sus conteni­dos y confrontarlos con los hechos de la experiencia. En esta acción, puso a la persona como una entidad separada y superior frente a la naturaleza, sentando radicalmente la distinción entre el objeto y el sujeto del conocimiento. Los pensadores más emi­nentes que ha producido la cultura occidental han dedicado sus mejores esfuerzos no tanto para establecer normas éticas y mora­les, ni menos aún para elabo­rar explicaciones míticas y legenda­rias del acontecer, como para buscar el conocimiento objetivo y crítico de las cosas, en cuanto son, a través de ellas mismas o de sus causas.

En cualquier realidad cultural, siempre emergen, como una especie de constante, tres existencias distintas: la divinidad, la humanidad y la naturaleza, esto es, el referente absoluto, el sujeto cognoscente y actuante, y el ambiente ambivalente, tanto providente como amenazante. La característica de la cultura occi­dental y que la distingue del resto es que, por una parte, ha concebido a la divinidad como enteramente separada del universo, aquello que reúne a la humanidad y a la naturaleza; y por la otra, ha considerado la humanidad con poder de dominio sobre la naturaleza. La naturaleza, desprovista de divinidad, pasa a ser un objeto del conocimiento y la acción humana que no requiere oblación.

La perspectiva adoptada y los resultados obtenidos posibili­taron a los pueblos de la cultura occidental, premunidos de una fuerte conciencia de superioridad, lanzarse por tierras ignotas hasta llegar a influir, dominar o someter a todos los otros pueblos de la Tierra, e incluso soñar con la conquista del uni­verso espacial. Probablemente, la adopción de una actitud crítica frente a la realidad y de lealtad con la verdad objetiva, combi­nada con una dimensión trascendente de la existencia y de control sobre las cosas, produce una mentalidad dominante, independiente, osada, libertaria, competitiva e individualista, que no se ve con tanta intensidad en otras culturas. La antigua mentalidad indoeu­ropea, forjada en el uso del hierro y del caballo para comba­tir, lo que promovió la libertad individual y la igualdad políti­ca, junto con la normalización de deberes y derechos, ha prevale­cido incluso sobre los intentos teocráticos y absolutistas in­fluidos por el pensamiento político de un Oriente de faraones egipcios y de soberanos semidivinos mesopotámicos sobre los mis­mos orígenes del Imperio Romano.

En el curso del desarrollo de la teoría del conocimiento objetivo, han aparecido dos manifestaciones intelectuales distin­tas: la filosofía y la ciencia. En realidad, la primera nació incluso antes de aparecer la cultura occidental; la segunda, en cambio, comenzó a consolidarse desde hace apenas unos tres si­glos, aunque elementos de ella habían existido desde los albores de la humanidad. Ambas han elaborado métodos críticos para garan­tizar que el conocimiento obtenido sea verdaderamente objetivo. Ello indica no tanto que su obtención sea difícil, como que la teoría que explica la posibilidad de su obtención no es simple. Pero el problema cultural más importante que se viene vivenciando desde el surgimiento de la ciencia es que el pilar del valor del conocimiento objetivo nunca ha podido consolidarse como un todo estructurado. A pesar de referirse a la misma realidad, se han desarrollado como entidades apartes y contradictorias. Nunca la filosofía y la ciencia han logrado articularse armónicamente, sino que la artificiosa yuxtaposición ha producido naturalmente una peligrosa cisura en toda la extensión del pilar, a pesar de lo fundamental y universal que contiene el cuestionamiento y la crítica de ambas. Sin embargo, si el universo es uno, no debiera existir contradicción alguna acerca de su conocimiento.

Esta situación podría precipitar una crisis cultural de proporciones. Ya el siglo anterior ha vivido tiempos de grandes conflagraciones, enorme inestabilidad y horrores indescriptibles y masificados, en parte importante a causa del conflicto existen­te entre ambas ramas del saber objetivo. Las ideologías políticas más militantes han surgido como consecuencia de mitos creados por forzar la subordinación sea de la ciencia a la filosofía, sea de la filosofía a la ciencia. Es tan inconsistente como peligroso un ideólogo político con perspectiva filosófica que actúe como cien­tífico, que un científico que actúe como filósofo, sobre todo cuando se desencadenan la soberbia, la codicia, el rencor, el temor, la desconfianza, la intolerancia. Atrayentes pero falsas ideologías, en la cabeza de redentores pero irresponsables líderes, han fanatizado pacíficos pueblos, arrastrándolos a la destrucción. En la actualidad, no sería descabellado afirmar que el relativis­mo y el hedonismo prevalecientes, que podrían generar una degra­dación de la cultura occidental, son productos de la cisura descrita.

Pienso que la colosal y acelerada acumulación de información científica ha desbordado la sabiduría tradicional. Aquella no ha conseguido ser sintetizada en una escala mayor, al alcance de nuestra humana comprensión. Mientras que ésta, que ha surgido en el curso de milenios para asegurar la supervivencia y el desarrollo más pleno de los seres humanos, ha sido desechada. Esta revolución en el conocimiento nos ha dejado desorientados y confundidos al haber allanado las múltiples dimensiones que se llegaron a esta­blecer en el curso de nuestra evolución biológica, cultural y ética entre la divinidad, la humanidad y la naturaleza. Así, mientras para la tradición filosófica el ser humano ocupa una posición de honor y dignidad entre las cosas del universo, desde la cual comprende su vocación y su destino, para la ciencia el ser humano pertenece exclusivamente al univer­so, siendo una cosa irracional más de la causalidad que allí opera.

Este ensayo, considerando “ensayo” en forma literal, en el sentido de prueba, experimento, tentativa, tanteo, intento o examen, tendrá la osadía de realizar una indagación crítica entre los mismos fundamentos del pilar del valor del conocimiento objetivo con el propósito de ver la posibilidad, primero, de determinar la causa de la brecha filosofía-ciencia y, segundo, de conectar articu­ladamente ambas partes. Si se reformulan las perennes interro­gantes epistemológicas y metafísicas, las que siempre van de la mano, y teniendo en mente los aportes del entramado de teorías científicas, se podría dar tal vez la posibilidad de reconstruir una nueva perspectiva para la filosofía que incluya precisamente el entramado de teorías de la ciencia a modo de una teoría gene­ral del universo. Si se pudiera conseguir una nueva perspectiva, se podría arrojar algo más de luz sobre la concepción que tenemos de nosotros mismos y de las cosas, y quizás construir un pilar de dos partes más articuladas y armónicas. Será importante avanzar con tiento y muy atento por este terreno tan recorrido y con tanto vericueto si queremos entender la relación entre la filoso­fía y la ciencia y encontrar el punto que las une.

Esta indagación crítica tendrá únicamente dos limitacio­nes que son complementarias. En primer término, su objeto de estudio será el ser humano y el universo, junto con lo que con­tiene, que son aquello que podemos conocer objetivamente, que podemos incluso hasta verificar de modo experimental o inferir sus causas. Este conocimiento no excluye obviamente la posibi­lidad de alguna existencia extra-universal, fuera del tiempo y el espacio; es decir, lo que estoy afirmando aquí es que nues­tro conocimiento objetivo trata únicamente de los seres que existen dentro del universo y no de alguna posible existencia fuera de éste. En segundo lugar, esta indagación tratará al universo como un sistema cerrado desde el punto de vista concep­tual y lógico; aunque, por cierto, al estar considerando lo universal como un todo delimitado, ella estará permanentemente cons­ciente de la existencia de lo extra-universal y atenta de las posibles vinculaciones entre el universo y la divinidad. En consecuencia, la verdad de lo que podemos conocer deberá regirse por el principio de no contradicción.

Esta indagación tratará, como lo anuncié, del univer­so, que es aquello que incluye al ser humano y a las cosas, pero que excluye a Dios, su creador, que también lo es del mismo ser humano en tanto un ser único y especial del universo; es decir, estaré refiriéndome acerca del universo como creación divina y del ser humano como parte del universo, pero que también se le distingue. Sin duda, esta tarea puede verse como un intento más por despejar la incógnita del misterio de la realidad. Tal propósito sería demasiado pretencioso a causa de nuestras limita­ciones espacio-temporales, intelectuales y culturales: no obstan­te, desearía que a partir de esta indagación se pudiera asen­tar mejor aquella sabiduría que hace que nuestra vida sea más humana por su convivencia más armónica con Dios, con nosotros mismos, con nuestros semejantes y con las cosas del universo.


El contexto cultural e histórico


No sería exagerar demasiado si se afirmara que el saber y la verdad en la cultura occidental se sostienen básicamente sobre dos pilares principales; ella ha asumido, haciendo suya, dos vertientes de sabiduría que le han resultado decisivas y esenciales. Una de éstas es la creencia en el Dios del Pentateuco, de Isaías, de los Evangelios, de san Pablo. La otra es el valor dado al conocimiento objetivo en nuestra confrontación con la realidad, y que fue la herencia recibida de los antiguos filósofos griegos. Otros elementos culturales, muchos de ellos indudablemente importantes y algunos con valor permanente, y aunque no sean además compartidos por otras culturas, no definen la cultura occidental como aquellos dos pilares.

Podríamos entender por cultura occidental el funda­mento filosófico y religioso específico que sirve de directriz a tantas culturas particulares que se han desarrollado o que se están desarrollando geográficamente en Europa y América europeizada, desde los tiempos del Imperio Romano. Por otra parte, podríamos entender por civi­lización el grado de conocimiento científico y tecnológico, junto con el uso de técnicas. De ahí que una cultura se circunscribe a un pueblo particular, pero trasciende el tiempo, mientras que una civilización se circunscribe a una época particular y trasciende en gran medida los límites geográficos. Una cultura es el conoci­miento permanente de un pueblo, cuya calidad puede variar, mien­tras que una civilización es un conocimiento transitorio con un grado cuantitativo, junto a un grado de acumulación de bienes; corrientemente crece y es compartida por muchas culturas. Una cultura está muy relacionada con el modo de vida particular de un pueblo, y el modo de vida depende en gran medida de los modos de producción y de subsistencia. Un pueblo que transita de un modo de vida de cazadores-recolectores a uno de pastores-cultivadores, y después a uno agrícola-comerciante, para llegar a uno industrial, sin duda que debe ir adaptando la cultura a estas distintas modalidades. Las técnicas y los conocimientos científicos ayudan en cada etapa a una mejor subsistencia.

La importancia de toda cultura desde el punto de vista del conocimiento es que constituye un sistema relativamente abierto y plural de lo que es aceptado y tenido por verdad por una colecti­vidad determinada. Una cultura se manifiesta a través de proposi­ciones y argumentaciones en forma de creencias, valores, ritos y normas. Tanto su contenido como la forma cómo se ha organizado nos dicen mucho respecto de los seres humanos, de cómo éstos se adaptan al medio ambiente, y de qué suponer que es la realidad. Del mismo modo, todo individuo es también un ser cultural que mira la realidad con los ojos de la cultura que ha recibido.

La cultura occidental tiene una identidad propia justamente porque los dos pilares del conocimiento mencionados la caracterizan, conformando un todo distintivo y determinante. Ambos pilares han tenido ciertamente un efecto decisivo sobre nuestra manera de pensar, en cuanto colectividad cultural. Ambos han sido fundados en dimensiones trascendentales de la realidad. Ambos conciben la naturaleza desprovista de dioses y regida por su propia causali­dad. Ambos han generado una permanente preocupación crítica res­pecto a las ideas, filtrando y reteniendo aquello que es conside­rado más objetivo. Ambos han proporcionado una perspectiva del universo que permite delimitarlo, desacralizarlo y separarlo absolutamente de Dios. Ambos han posibilitado su comprensión como objeto de nuestro conocimiento y también su manipulación como objeto de nuestra actividad creadora. De este modo, si supusiéra­mos que la totalidad de lo existente se identifica con el uni­verso, no tendríamos una perspectiva adecuada para considerarlo como objeto del conocimiento. También si supusiéramos que los dioses están tras su causalidad, no tendríamos la libertad para intervenir en ésta. Sólo inmerso en la cultura occidental me parece que es posible pensar objetivamente el universo y lo que contiene, inferir lo que lo transciende y conocer y utilizar su causalidad.

En nuestro caso, como miembros de la colectividad cultural occidental, poseemos un piso para un pensar objetivo y trascen­dental. Por una parte, somos herederos del patrimonio del saber objetivo acumulado y del método crítico que lo acompaña para incursionar en la realidad objetiva. Por la otra, poseemos una perspectiva del universo como una totalidad distinta de la divi­nidad. Será a partir de este piso que intentaremos describir la naturaleza del universo. Por ello, pienso que es pertinente describir, aunque sea brevemente, los orígenes de los dos pilares fundamentales que caracterizan la cultura occidental, pues nos definirá las condiciones históricas que establecieron el campo para el saber objetivo, crítico y trascendental del que somos depositarios.


La sabiduría revelada


Lo que caracteriza a la cultura occidental la ha proyectado a través de unos dos milenios. No deberá extrañar que una cultura pueda trazar sus raíces hasta tan antiguo, puesto que todo cuerpo cultural va construyendo muy lentamente, con el aporte relativa­mente exitoso de muchos, en forma aleatoria y mediante el tanteo, aquello que permite a los individuos de una colectividad relacio­narse entre sí y adaptarse al medio ambiente. También, lentamen­te llega a descartar aquello que va demostrando su obsolescen­cia. En el caso de la cultura occidental, los dos pilares han polarizado el flujo de conocimientos y han guiado el desarrollo de los pueblos que la comparten. Claro está, el cambio cultural no es ni gradual ni homogéneo, sino que en el proceso existen hitos distintivos y revolucionarios, y hace dos mil años atrás se produjo uno extraordinario.

En la historia particular de un pueblo semita se encuentra el origen de nuestra creencia en un Dios que no sólo es distinto del universo, sino que es su creador. Los hebreos habían sido originalmente un pueblo de pastores nómades que habitaban el territorio ubicado justamente entre los dos centros de intensa economía agrícola de la Antigüedad del Medio oriente, Egipto y Mesopotamia, y esta economía hacía muy poderosos y ricos a ambos centros hegemónicos. Desde la época de Abraham aquel pueblo, trashumante y marginal, había codiciado el modelo, ambicionando transformarse en agricultor, suponiendo como pueblos subdesarrollados de la actualidad que en la industrialización está la clave del éxito.

Los israelitas querían imitar a sus poderosos y ricos veci­nos, pues, observándolos, constataban que la base del poder político y económico era precisamente la agricultura. Ésta gene­raba un superávit de alimentos que garantizaba la supervivencia y posibilitaba que una parte de la población pudiera dedicarse a otras labores productivas y al mantenimiento de un fuerte poder militar para asegurar el predominio. Liderados por Moisés, proba­blemente un miembro disidente de la dinastía egipcia reinante, aquellas tribus que habían llegado no hacía mucho tiempo a establecerse en las riberas del Nilo, empujados por el hambre, y que habían sido reducidos a continuación a la servidumbre, se fugaron de Egipto. Tras un largo peregrinar, llegaron al valle regado por el río Jordán, ya ocupado por los cananeos, un pobre pueblo agricul­tor, a quienes combatieron para exterminarlos, echarlos y apoderarse de sus tierras, y con quienes finalmente se mezclaron.

En Egipto y Mesopotamia se habían desarrollado sendas es­tructuras políticas, las que estaban fuertemente centralizadas en torno a reyes-dioses, instalados en la cúspide de un poder abso­luto y autocrático. Este poder emanaba naturalmente del modo de producción agrícola, la cual era, por una parte, demasiado domi­nable y controlable a causa de la vulnerabilidad de los cultivos, y requería, por la otra, un fuerte poder central protector. En cambio, los hebreos encontraron, por oposición, su identidad y unidad política, no en una autoridad deificada, sino en la con­cepción de Yahvé.

Aquella idea, que comenzó con la noción de un dios tribal más, fue deviniendo, probablemente con la intención de superar las divinidades locales y vecinas en competencia, en la noción de un Dios no sólo extra-mundano, sino creador del universo y, por lo tanto, omnipotente y transcendente. Y este Dios había llegado a establecer una alianza legendaria, única, con Jacob y su descendencia. Ésta fue formalizada en la ley mosaica a través del trance colectivo por adquirir la identidad nacional. Esta alianza, que los constituía en el pueblo elegido por Dios, prohibía naturalmente la idolatría tanto de otros dioses tribales como de aquéllos de los vecinos centros de poder, al tiempo que les daba una fuerza colectiva extraordinaria frente a otros pueblos.

Dos características tuvo esta revolucionaria idea sobre la divinidad. Por una parte, para el ser humano (en el curso del libro, siguiendo la tendencia imperante, es preferible emplear el término “ser humano” en vez del tradicional “hombre” para evitar el equívoco de designar con la misma palabra tanto a los individuos de la especie como a los individuos del género masculino de la especie), la noción de trascendencia abrió en la historia una perspectiva de acción política y ética de múltiples implicancias teológicas. Por la otra, la noción de poder y justicia divina se convirtió en la esperanza de los anhelos libertarios, incluso hegemónicos, de aquellos pastores-agricultores, políticamente débiles.

Curiosamente, como si las estériles arenas y límpidos cielos nocturnos fueran simiente de vastos movimientos monoteístas, mil novecientos años después de esta alianza, otro pueblo semita de pastores nómades, que habitaban virtualmente esas mismas regio­nes, los beduinos de Arabia, reinauguraban el monoteísmo radical, esta vez impulsando una aventura de conquistas y expansión de éxitos sin precedentes, bajo la forma del Islam. El ejemplo de poder que recibieron los árabes no fue, sin embargo, el de una economía agrícola, sino el militar de los imperios contemporá­neos: el bizantino y el persa. Ellos pudieron constatar que el poder no proviene, en último término, del control sobre la econo­mía agrícola, sino del control sobre quienes ejercen el control sobre dicha economía. Como competidores en el dominio de pueblos, la cultura surgida de allí ha sido, y es actualmente, antagónica con la cultura occidental, lo que no ha ocurrido con el judaísmo, el que, después del año 70 d. C., acentuó su característica de constituir una transcultura de minoría para ocuparse principal­mente de aquellas funciones, especialmente económicas, prohibidas por la religión oficial. Al fin y al cabo, el valle del Jordán no era tan grande ni tan fértil como las tierras regadas por el Nilo, o por el Tigris y el Eúfrates, y los judíos rescataron las tradiciones comerciales de su ancestral trashumancia.

Tiempo después, la concepción político-religiosa hebrea se encarnó, bajo la forma del cristianismo, en las gentes sometidas y las minorías del Imperio Romano. El Mesías, esperado emancipa­dor político del pueblo israelita, devino como Cristo-Rey-Dios en la persona de Jesús Nazareno en los cien años que siguieron a su muerte en la cruz. Jesús, siguiendo la tradición profética de Isaías, había proclamado un revolucionario mensaje de amor y fe, de acción y contemplación, de libertad y alabanza, de sacrificio y esperanza, de afirmación y humildad, de acción y piedad, anunciando la llegada del Reino del Dios y proclamando la misericordia divina para los humildes de corazón. Por su parte, sus seguidores termina­ron por liberar la tradicional concepción político-religiosa he­brea de su conexión con el “pueblo elegido” e, introduciendo categorías grecorromanas, la universalizaron, como convenía a un mundo ya internacional, e hicieron germinar la Iglesia, institu­ción encargada de llevar a cabo designios políticos de salvación de los justos, mientras se opacó la lectura del mensaje del Jesús histórico.

En el transcurso del tiempo, el cristianismo se extendió dentro de las fronteras del Imperio Romano, y de ser perseguido se hizo poderoso, instituyendo una Iglesia imperial. Tanto como llegó a penetrar en el poder político y dentro del mismo Estado, fue invadido también por la religiosidad indoeuropea de iconos, dei­dades y costumbres, trasvase que constituyó la Cristiandad. Esta nueva ideología político-religiosa, hecha a la medida de la cultura occidental, nació con el poder del emperador Constantino y fue articulada cien años después por san Agustín de Hipona. Entrañaba una división del universo en dos partes: la natural y la sobrena­tural, la profana y la sagrada, la terrenal y la celestial; pero íntimamente vinculadas, unidas dentro de una misma escala, como si pertenecieran al mismo universo. De ella, la sociedad y su estructura política no quedaban al margen, sino que le eran instrumentales. El objeto del Estado era la protección de la Iglesia, medio sacramental indispensable para la salvación de los fieles, único propósito de sus existencias terrenales. Así, en un grandioso orden que incluía todo el universo, la Iglesia transformó la religión que la había gestado cuando, por oposición al Estado, señaló que la salvación eterna es el fin último deseable de todo ser humano, que la actividad propia de supervi­vencia pertenece necesariamente al camino de la salvación eterna y que el camino de salvación consiste en una conducta acorde con los dogmas, mitos, ritos y cánones impuestos por ella. Mientras, la Iglesia se organizaba en torno al clero, el cual asumía un extraordinario poder al constituirse en palanca indispensable del mecanismo de salvación.

Después de que estas nociones integristas alcanzaran su máxima expresión en el siglo XII con el Papa Gregorio VII, Hilde­brando, la estructura política laica se fue recuperando y fue reconstruyendo lentamente y no sin grandes conflictos sus funciones inherentes y separadas de la religión, y ésta se fue haciendo más interior y personal. La Iglesia terminó por desmem­brarse, pero la cultura conservó el concepto de una divinidad distinta del universo, la dimensión de una trascendencia divina, la idea de una verdad revelada por Dios, la creencia en una acción divina de salvación en la historia y, sobre todo, la idea que por ser todos hijos de Dios y nos debemos amar los unos a los otros, todos somos iguales y debemos respetarnos, que son las ideas básicas que al cabo de 1800 años fructificó en la democracia.


La sabiduría natural


Por su parte, el origen del pilar de la sabiduría natural puede trazarse a los antiguos pueblos indoeuropeos: principalmen­te celtas, helenos, latinos, germanos y eslavos. Nómades del caballo y forjadores del hierro (y no por una superioridad étni­ca, como el racismo nazi pretendió), cada individuo concentraba suficiente poder para vivir en una condición de identidad propia, independiente y libre de todo sometimiento autoritario, pues cada uno era posee­dor de su caballo y de sus imbatibles armas forjadas en hierro. Esta característica estaba en radical contraste con lo que ocurría con los agricultores pueblos semitas, quienes se encontraban subyugados por poderosas teocracias surgidas a causa de la necesidad natural de protección demandada por la vulnerable producción agrícola contra la codicia de los vecinos. Un rey indoeuropeo, en cambio, era tan sólo un primus inter pares. No es de extrañar, en consecuencia, que la idea de democracia no cuaje bien en los pueblos semitas, incluso en la actualidad, ni tampoco en los pueblos de arraigado tribalismo.

Organizados militarmente, los indoeuropeos se transformaban en valerosos guerreros y constituían, con la aportación libre de sus armas personales, un poderoso poder militar, sobre todo cuando se enfrentaban a infantería con armas de bronce, reclutada a la fuerza y sin tener iniciativa alguna ni espíritu de cuerpo. La organización de estas estructuras guerreras permitió a estos pueblos dominar, en el transcurso del tiempo, desde la India hasta la península Ibérica y eventualmente los continentes ultra­marinos.

La libertad individual y la igualdad política posibilitaron la discusión de ideas que fructificaron en la filosofía y la ciencia dentro de aquel pueblo indoeuropeo que se estableció en las tierras bañadas por el mar Egeo. En contraste con los hebreos, quienes estaban preocupados por distinguir entre el bien y el mal, el pecado y el castigo, y lo que a Yahvé complacía o no, los antiguos griegos estaban inmersos en la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre el ser y el no ser, entre lo uno y lo múltiple, y la naturale­za del universo y sus cosas. Del conocimiento generado por ellos la cultura occidental es precisamente heredera. En forma similar a como los hebreos asentaron el concepto de un Dios transcendente (en el sentido de ser de fuera del universo espacio-temporal), los griegos instalaron el concepto del ser trascendental (en el sentido de ser necesario para todas las cosas del universo y, por tanto, universal). Con la entrada en escena del cristianismo, que unificaba los pilares de las sabidurías tanto secular como revelada, resultó natural identificar ambos conceptos: lo transcendente y lo trascendente. Aunque claro, la noción de Dios se fue tornando más transcendente en una medida mayor que la noción de ser fue adquiriendo un sentido trascendental. Para rehuir del panteísmo, san Anselmo, Arzobispo de Canterbury en el siglo XI, imaginaba a Dios como aquel ser del que nada mayor puede ser pensado.

Otras manifestaciones de la libertad individual se fueron dando en el curso de la historia y en distintos lugares, como el Renacimiento florentino, o el despertar científico a partir del siglo siguiente, con Galileo. El conocimiento objetivo no se puede desarrollar donde las presiones políticas y religiosas, con todo su aparato envolvente y represivo, son muy fuertes para inhibir la libertad individual, como el mismo Galileo experimentó en carne propia.

Variados personajes de tan distintas épocas y de tan distan­tes lugares, como un Erasmo, un Bolívar, un Henry Ford, por nombrar a los primeros que se me viene a la mente, comparten un modo de ser particular que los distingue de personas de otras culturas. En general, ellos se ven a sí mismos como individuos enfrentados a un universo que es posible conocer, admirar y hasta dominar, y dependientes de un Dios transcendente, salvador y hasta providente. A lo largo del tiempo, los centros culturales de Occidente se han ido desplazando, y su extensión territorial ha ido sufriendo modificaciones tanto en tamaño como en ubica­ción, siendo la más significativa la incorporación de América a partir de hace justamente medio milenio y de Australia, hace poco más de dos siglos.

También la influencia de la cultura occidental sobre todas las otras culturas contemporáneas ha sido manifiesta, y ninguna ha podido sustraerse de sus efectos. Distinguiendo entre cultura y civilización, en que la segunda es el producto estético y técnico que resulta en cada momento de la actividad cultural, podemos explicar por qué la cultura occidental ha influido en las demás culturas, pero principalmente respecto a sus manifestacio­nes técnicas y, últimamente, científicas. La cultura occidental ha actuado sobre una naturaleza desacralizada y ha podido obtener el conocimiento científico y tecnológico que le ha permitido dominarla y acumular gran riqueza y poderío. Por lo tanto, se puede así afirmar que la técnicamente desarrollada cultura occidental ha tenido un impacto muy grande sobre las demás culturas del mundo, en las que mucho de sus creencias, valores y comportamientos de siglos han sufrido cambios irreversibles.



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NOTAS:
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Este ensayo corresponde a la Introducción y al Capítulo 1, “El contexto de la filosofía”, del libro II, El fundamento de la filosofía, http://fundafilo.blogspot.com/.